Entre las muchas preguntas que podemos hacernos en torno a la literatura, una de las que aparecen con más insistencia es ¿por qué leemos? Por supuesto, no puede darse una respuesta general, aunque casi todo el mundo lo hace por placer. Hay quien busca evadirse, o resolver un problema desde la seguridad del sofá —es sabido que Agatha Christie aumentó la dificultad de sus novelas para desafiar la sagacidad de su público—, o vivir romances ardientes, o conocer épocas lejanas, o vivir aventuras, o sorprenderse sin más. Entre los lugares comunes destacan que la lectura estimula la imaginación y que nos hace mejores personas porque, al experimentar vidas que no son las nuestras, aumenta nuestra empatía y nuestro conocimiento de situaciones que de otro modo nos serían desconocidas.
Pero eso no es lo que ocurre en «Mustélidos», el relato que cierra este Mala letra. Para el lector que aparece aquí, el objetivo de la lectura es aumentar el conocimiento que tiene de su autora. Sin embargo, advierte una brecha entre la escritora que explora asuntos truculentos —el incesto, el aborto— y la oficinista reservada pero que admite emocionarse con vídeos graciosos de animales y que colecciona peluches. Esta distancia le resulta no solo contradictoria, sino insalvable. Por eso sospecha que una de las dos ha de ser falsa por necesidad, lo que aumenta su rabia y su frustración. Ella responde a sus acusaciones afirmando que escribir sobre el horror le permite evitarlo, que conjura «el peligro escribiendo sobre el peligro».
Puede que me equivoque —no tengo modo de saberlo porque no la conozco—, pero no puedo evitar pensar que aquí quien habla es la propia Sara Mesa. En «El cárabo» una muchacha y su hijo se pierden en el bosque durante una merienda familiar. En «Mármol» la narradora, que también escribe relatos, recuerda su infancia y un hecho traumático en un barrio en el que las abuelas saltaban de los balcones. En «Apenas unos milímetros» una profesora de ciencias se enfrenta a una situación difícil que implica a un alumno paralizado. En «Creamy milk and crunchy chocolate» un hombre debe afrontar las consecuencias fatales de lo que creía una buena acción. En «Palabras-piedra» una mujer narra cómo, entre los nueve y los dieciséis años, recibe el rencor de su tía, su desconfianza y su desprecio por tener como amigo a un cuarentón. En «Nada nuevo» la narradora relata a un amigo las circunstancias en torno a la muerte de su —de él— abuelo. En «Nosotros, los blancos» una muchacha viaja a la ciudad para ayudar a su hermana con los últimos días de un embarazo del que sus padres no saben nada, para verse involucrada en un crimen. En «Papá es de goma» una mujer sospecha que sus vecinos han desaparecido, dejando a sus tres hijos pequeños abandonados. En «¿Qué nos está pasando?» un par de mujeres que trabajan en una oficina van a comer con uno de los fundadores de su empresa. En «Picabueyes» una chica va en bicicleta cuando recibe varias pedradas lanzadas por un grupo de chavales, lo que provoca que caiga, que tenga que dejar la bici abandonada en el camino y que su única preocupación sea qué les va a contar a sus tías cuando la vean aparecer tan tarde y a pie.
En tres de los once relatos aparece la tía como figura sustitutiva de la madre, pero que ejerce su función cargada de resentimiento, algo similar a la madrastra de los cuentos de hadas. Ese desplazamiento de las relaciones afectivas es significativo de lo que nos encontramos en Mala letra, que aborda cuestiones como la muerte, la enfermedad, los abusos de poder —familiares, laborales o sexuales—, el racismo o el alcoholismo. En la mayoría de casos no se trata del centro de la historia, sino que dan forma al ambiente, son elementos atmosféricos de un realismo sucio y opresivo, donde los personajes viven rodeados de sordidez y de turbiedad. El final de «Nosotros, los blancos» es una muestra de esto, cargada de sarcasmo y mala baba, donde la narradora nos revela su miseria moral.
Al principio planteaba la cuestión de por qué leemos, e igual de lícito es preguntarse por qué escribimos, o por qué escribe quien escribe. En este sentido, tengo la impresión de que Mesa forma parte de esa corriente de artistas que utilizan su obra como medio de plantearse aquellas cuestiones que les resultan problemáticas, como forma de desafiar sus propios miedos. Tom Spanbauer lo llama «escritura peligrosa». La literatura, entonces, serviría como exorcismo de nuestros —los de quienes escriben, pero también los de quienes leemos— demonios personales o sociales, que, demasiado a menudo, son coincidentes. Mala letra es uno de esos libros hermosos que muestran un mundo feo y cruel, pero cuyos habitantes sobreviven. En el nuestro, ni menos feo ni menos cruel, también lo haremos.