Hace algunos años me matriculé en un taller de escritura poética impartido por Carlos Marzal, y he de admitir que la experiencia fue contradictoria. Por un lado, aunque eso ya entraba en las expectativas, no aprendí a escribir poesía. Durante el tiempo que duró el curso, escribí poemas malísimos. Horribles. A esas pequeñas vergüenzas no se las podía llamar poemas. Pero, por otro lado, también tengo la sensación de que aquél curso me hizo crecer. No sabría decir cómo, pero es así. Creo que mejoré como lector. Al fin y al cabo, para eso es para lo que Jaramillo dice, en su Método fácil y rápido para ser poeta, que sirven los talleres. Porque allí no se aprende a escribir, sino a leer. Quien enseña bien no te señala el camino a seguir, solo te indica que hay un camino y te entrega algunas herramientas que, con suerte, te ayudarán a encontrarlo y evitarán después que te extravíes.
Aunque quizá esto sea demasiado pedir. Porque la escritura poética —y esto es aplicable a cualquier forma de poiesis, de creación artística— tiene mucho de extravío; quizá incluso más que de descubrimiento. No me refiero al rapto, ni a la caída de la luz de las musas sobre el artista, ni a esa imagen que iguala a quien crea con una antena que se limita a recoger y transcribir una señal de algo que le precede y que ya está ahí, a la espera de que alguien la reciba. No creo en la obra inspirada como texto sagrado, pero sospecho que cualquiera que se haya enfrentado alguna vez a la creación, sea del tipo que sea, habrá descubierto que la visión previa y el texto no coinciden, que este tiende a imponerse sobre aquella y a corregirse a sí mismo. Es por esa razón por la que Ada Salas habla de la escritura como un proceso de lectura, donde quien escribe realiza una lectura primigenia simultánea a la escritura.
Me fascina este Alguien aquí. Notas acerca de la escritura poética, donde Salas ofrece la idea del poema como una exploración en la que quien escribe no se afirma tanto como se niega, donde el yo se extraña y se sorprende ante facetas que se desconocía, pero que reconoce como propias en un nivel tan íntimo que no sabe cómo no las había visto antes. Por eso no creo en la visión de la poeta-mística, ni en la poesía infusa. Coincido con ella en que el poema es expansivo y en que tiene una naturaleza alimenticia, genésica, que crea y da lugar a otra cosa. Se extiende más allá de sí mismo y se completa en el silencio que le sigue, y en el que le precede. Quien primero se maravilla ante este hecho es quien lo escribe, quien ha luchado contra sí y contra el lenguaje con el fin de saciar un hambre que no tiene hartura, contra el hueco y el nudo en la garganta del que Robert Frost dice que nace el poema. Y, aún así, lo que aparece no es el yo, al menos no es el yo ordinario. Ni es una voz divina. Es algo que está entre ambas, y que no afecta a quien escribe como poeta, sino como receptáculo. De otro modo, el poema no tendría sentido.
No cabe entonces el narcisismo, porque quien escribe no es, mientras escribe, la misma persona que es cuando no escribe. Así es como se origina la sorpresa ante el poema, como tiene lugar la revelación no de una entidad espiritual, sino de un yo otro, de un yo enajenado en su significado más literal. La misma revelación la tendrá quien lea el poema después, que también se encontrará por sorpresa ante un yo otro que es el suyo, como por encantamiento. Y lo sabrá por instinto, en las tripas, por ese nudo en la garganta del que nace el poema y que nace con el poema, un poema que siempre es de quien lo lee y ve su reflejo en las palabras. Porque la poesía —su escritura, claro, pero también su lectura— parte de un ansia, de una emoción que necesita saciarse aunque sea por un momento. Cuando esto no ocurre, el poema no funciona, puede que por un fallo de comunicación. Pero de ahí viene a su vez la exigencia del género. Primero es el impacto, el dedo en la llaga. Toda racionalización vendrá después, y por eso quien escribe lo hace siempre a ciegas, siempre por primera vez, porque no es poeta antes del poema, sino gracias a él. El milagro de la poesía es que nos hace ver nuestra propia ceguera. Me asombra cuánto de mi propio pensamiento revelan estas notas de Salas.
Para completar el volumen, se incluyen tres pequeños textos más sistemáticos que la sección precedente. El primero se titula «La lección de las jarchas», y está dedicado a esa forma poética andalusí en la que Salas identifica los principios de su propia voz lírica: la desnudez, la simplicidad, la ausencia de trampas y las alusiones al silencio. En «De la escritura poética como viaje» vuelve a la idea de la creación como enajenación, de abandono del suelo conocido y de arrojamiento a terrenos inhóspitos, necesaria para la escritura. Por último, en «¿Poesía en femenino?», niega haber escrito nunca como mujer, ni como extremeña, ni desde ninguna otra categoría más allá de la de poeta, puesto que la poesía es la búsqueda de lo más íntimo, de lo originario, y ahí no caben distinciones de género, ni de clase, ni de edad, ni de preferencias políticas o sexuales. Al llegar —al menos esa es su aspiración— a lo más primitivo de la experiencia humana se alcanza lo universal.
Anteponer esas otras condiciones superfluas, argumenta, es un error y es cometer una traición contra la poesía misma; porque es recuperar el yo y lo contingente. La experiencia poética tiene lugar en aquello que compartimos, en el reconocimiento de que nuestras heridas y nuestras alegrías son las mismas. Es cierto, en el fondo somos iguales. Pero no puedo evitar pensar que hay algo ingenuo en esta perspectiva, y que nuestras particularidades determinan en buen grado aquello que hacemos, por mucho que crea como ella que las obras han de leerse sin anteponerles el hecho de que las haya escrito un hombre o una mujer, si es hetero u homosexual, si nada en billetes o muere de hambre. Todavía quedan batallas que luchar, pero quizá la poesía no sea el campo más adecuado. A mí me pasa, la poesía política me causa cierto rechazo. Puede que Salas tenga razón cuando dice que «se escribe desde la raíz, y en la raíz solo reside lo humano». Así deberíamos leer también.
Es buenísimo tu blog, me lo quedo. Sigo tu línea reflexiva.
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¡Muchas gracias! Así da gusto escribir.
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