La pasión según G. H., de Clarice Lispector (Muchnik, 2000)

En algún lugar, ese falso apologeta del suicidio que fue Emil Cioran dijo que todo yo parte de una fisura y una revelación. Suele ocurrir durante la primera infancia, en ese instante en el que se te niega algo por primera vez y descubres que el universo y tu voluntad son cosas distintas. Nacemos entre lágrimas, y nuestra conciencia surge con un trauma. Toda privación, toda lucha, está anunciada en el origen, en el desgarro con el que el yo se desgaja de su entorno. La conciencia no es más que el resultado de la epifanía de la discontinuidad de la existencia individual. Yo contra el mundo. Esa, y no otra, es la caída original.

Esa caída, ese arrojamiento o eyección en el mundo, es lo que lleva al yo a intentar afirmarse y construir de forma intencional una existencia dotada de sentido. La idea básica del existencialismo humanista —expresada por Sartre, pero presente mucho antes— es que la existencia es anterior a la esencia, que es a través de sus actos como se da forma al yo. Dicho de otro modo, son las relaciones con las otras conciencias y con los otros objetos que se encuentran a su alrededor como el yo se establece a sí mismo. Cada individuo es, por tanto, responsable de su propio devenir, configurado a través de sus decisiones. La actitud crítica y la voluntad permiten a cada cual alzarse y decir «yo soy, y soy aquí». Esta posición, grosso modo, es común a las distintas vertientes existencialistas, pero se remonta incluso al pensamiento griego.

Lo que pretendo señalar es cómo esa fisura y esa revelación dan lugar a una conciencia relacional que se afirma a sí misma ante lo que la rodea. Para ello utiliza los medios a su alcance, y se expresa mediante fórmulas del tipo «yo pienso», «yo quiero», etc. Esto significa que la conciencia, igual que se encuentra a sí misma arrojada al mundo, viene determinada por una estructura que la precede, por una cultura y un lenguaje particulares que condicionan su modo de entenderse como ente único.

Todo este rodeo filosófico está justificado. En primer lugar, por la propia naturaleza del La pasión según G. H., donde Clarice Lispector aborda estos temas y estas reflexiones metafísicas. Pero también porque, en segundo lugar —y es el que más me interesa—, supone el contrapunto al planteamiento de la novela. Parece que el yo lucha por preservar su libertad y por reforzar su propia diferencia a partir de la brecha que le impide integrarse en un mundo que existe aparte y afuera. El yo es yo porque siente y vive separado del resto. Su autenticidad reside en esa separación y en la toma de responsabilidad respecto a ella, incluso cuando su entorno sea hostil y absurdo. Parecería que esta línea de pensamiento justifica las posturas individualistas contemporáneas, pero ¿qué ocurriría si esa fisura y esa revelación condujeran en el sentido contrario? ¿Y si, en lugar de reivindicar una existencia humana, se optara por otra cosa?

Cuando G. H. recorre su lujoso ático y entra en la habitación de su recién despedida criada, tiene una epifanía. En lugar del amontonamiento y la penumbra que espera encontrar, le sorprende un cuarto casi vacío, limpio e inundado de claridad. La luz y las menciones constantes a la sequedad que allí encuentra parecen recordar las condiciones que acompañan a las experiencias místicas del desierto. Pero, por inesperada que sea esa situación, la epifanía viene después. Al abrir el armario vacío, dentro se mueve una cucaracha. La pobre G. H. se enfrenta de repente al horror. Cierra los ojos y la puerta. Al abrirlos de nuevo, el bicho agoniza partido por la mitad.

La cucaracha se presenta, en su banalidad, como otro, como Otro absoluto —tanto, que pertenece a un mundo anterior no solo a los humanos, ni siquiera a los mamíferos, sino anterior a los dinosaurios—. Es lo exótico radical de Baudrillard; es una miniaturización del horror cósmico lovecraftiano. Y, sin embargo, la iluminación que recibe G. H. ante ella es que la distancia que las separa no sobrepasa aquello que las une: ambas comparten el ser. No porque existan en ese momento, sino porque lo vivo es una condición que las precede y de la que participan. Pero G. H. es discontinua porque sabe, porque puede expresar la certeza de que ha nacido y morirá, porque puede abstraer la esperanza, el pasado y el futuro. Mientras la cucaracha es y es siempre presente, lo que la hace infinita.

Ahí radica la diferencia entre las dos. El pensamiento simbólico nos extravía, nos hace imposible vivir en el presente porque siempre hay un pasado y un futuro que los determinan. Siempre hay un proyecto, un arrojarse hacia delante. Lo terrorífico para G. H. es darse cuenta de que el mundo no es humano y carece de proyectos. El universo y la vida son en una actualidad que le es inalcanzable. Al comprender ese hecho se plantea un existencialismo al revés, donde no aspira a alcanzar una existencia auténtica, sino a sumergirse en las profundidades del ser pre-humano. La experiencia del ser, del todo, de la continuidad, del presente, incluso de Dios —una divinidad que nada tiene que ver con la de ninguna fe particular y mucho menos con la cristiana, a pesar de lo que pudiera indicar el título de la novela—, entonces, solo puede llevarse a cabo a través de la superación de lo humano no por la vía racional, sino por la inmersión en lo orgánico. Esto no equivale a aceptar una visión mecánica e instintiva de la vida humana, sino a aspirar a una trascendencia de otro tipo. La paradoja estriba en que la conciencia, el yo, no puede afrontar esa organicidad libre de sentimientos —de pensamiento simbólico— porque no puede librarse de sí misma.

La vía, por tanto, es el asco, la orgía, lo demoníaco —Lispector emplea los mismos términos y expresa gran parte de las ideas de Bataille; resulta difícil creer que se trate de una casualidad—, que sacan a la luz el conflicto entre la parte aceptada y la parte maldita. Todo ello aparece encarnado en la cucaracha agonizante. Ante el desasosiego y la repugnancia, la protagonista se obliga a sí misma a aceptar su condición de cosa viviente y simple medio para la perpetuación de la vida. Es en ese sentido en el que se arrepiente de haber perdido el amor y no haber tenido hijos, no porque crea en ese sentimiento como en un redentor de los males de la existencia, sino por lo contrario, por ser el vehículo que facilita su transmisión genética y la continuidad de la especie. La fisura y la revelación no llevan a G. H. a afirmar su yo, sino a afirmar un yo que se niega a sí mismo. Comprender y participar del ser pre-humano desde su humanidad es la Pasión de la que nos habla y que atormenta, con un goce extraño, a la protagonista tras su revelación.

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