Tendemos a vincular el terror con lo fantástico con demasiada frecuencia. Puede que ese sea uno de los motivos por los que durante mucho tiempo se lo ha considerado un género menor, destinado a mentes poco desarrolladas e incapaces de enfrentarse a la literatura de verdad. Lo mismo podría decirse de la ciencia ficción. El realismo se ha consagrado como el único prisma adecuado con el que dirigirse a la realidad, algo que no debería extrañarnos en una cultura positivista como la nuestra. Porque el terror clásico, de raíces gótica y romántica, viene de la mano de fantasmas, vampiros, resucitados, pactos con el diablo y demás elementos sobrenaturales propios de la superstición. Como buenos hijos de la Ilustración, no creemos en ellos y los despreciamos.
Por suerte, hace ya tiempo que se reconoce el fondo que esconden muchos de esos mitos. Sirvan como ejemplo los cuatro monstruos más célebres de la Modernidad: el vampiro representa una sexualidad aterradora para la Inglaterra victoriana; la criatura de Frankenstein encarna los peligros de la ciencia a manos de un doctor que peca de hýbris, de desmesura; el hombre lobo hace aflorar el poso animal y violento que nos empeñamos en domesticar mediante leyes penales y morales; y Dorian Gray, que personifica la doble moral que permite llevar una vida de vicio siempre que se mantenga una apariencia respetable. Se trata, por tanto, de metáforas de las ansiedades que nos afectan a todos en algún momento de nuestras vidas. Y esas metáforas sirven como recordatorio de que la humanidad que damos por garantizada es, en realidad, una construcción muy frágil.
Aun así, existen terrores mucho más cercanos, que no provienen de cementerios ni de castillos aislados en montañas de países lejanos. En la mayoría de ocasiones, el espanto está aquí mismo. Y es esa cercanía la que encontramos en los doce relatos recogidos en Las cosas que perdimos en el fuego. Hablo de cercanía a pesar de que Argentina está a miles de kilómetros de España, porque los cuentos están inmersos en la realidad del país, y esa realidad nos resulta reconocible. Como el barrio noble degradado y convertido en el más peligroso de Buenos Aires, al que se muda una joven diseñadora gráfica que se ufana de conocer sus códigos en «El chico sucio», y que está habitado por indigentes, prostitutas travestis y drogadictos. Esa ilusión de conocimiento desaparece junto a un mendigo de unos ocho años que duerme frente a su casa, y cuando la policía encuentra el cadáver de un niño decapitado. O como el grupo de muchachas que abusan del alcohol, las drogas y la violencia aprovechando la oscuridad y el descontrol propiciados por la hiperinflación de la época de Alfonsín, en «Los años intoxicados», mientras sus padres se preocupan por el hundimiento del país y no de en qué andan metidas sus hijas adolescentes. O en «Verde, rojo, anaranjado», donde Enríquez habla del único contacto con el exterior que tiene un joven hikikomori con su antigua novia, a través de un chat. También se esfuma, de forma más precipitada, un marido insoportable en «Tela de araña».
Aunque los elementos fantásticos también tienen cabida en este volumen. En «La hostería», por ejemplo, donde dos muchachas se cuelan una noche en dicho edificio y son sorprendidas por una impregnación de los años de la dictadura militar. O en la aparición de un asesino de niños —real— que se le presenta a una padre primerizo en «Pablito clavó un clavito: una invocación del Petiso Orejudo», que podría ser además una metáfora de la supuesta fragilidad afectiva de la paternidad. Porque los problemas emocionales, mentales o de autopercepción corporal también tienen sitio aquí. En «El patio del vecino» se manifiestan los problemas de la depresión de la protagonista, acompañados por la presencia de un habitante muy especial en la vivienda contigua. En «Fin de curso» la protagonista y sus compañeras de clase asisten a la progresiva —y muy física— pérdida de cordura de una de ellas. A medio camino entre el terror y la comedia macabra, «Nada de carne sobre nosotras» puede leerse como una alegoría sobre la anorexia, cuando una universitaria se enamora de una calavera. «La casa de Adela» es un cuento sobre una casa encantada que escapa de los tópicos, como ocurre en «Bajo el agua negra», que inserta los abusos policiales —inspirados una vez más por sucesos reales— en otra tradición literaria que no desvelaré. Pero hay agua.
El relato que cierra el libro, titulado «Las cosas que perdimos en el fuego», podría considerarse un cuento ciencia ficción de corte ballardiano —como dice la propia Enríquez aquí, aunque ni la ciencia ni la tecnología tengan un papel relevante—. Puede que sea el texto más perturbador de los doce, quizá por las implicaciones que tiene y porque resulta verosímil dentro de lo terrible y demente de su premisa. Aun cuando Enríquez no se considera feminista, plantea una respuesta radical y violentísima a la presión que soportan los cuerpos de las mujeres en una sociedad que les exige belleza y juventud permanentes. Si no fuera suficiente la calidad del resto del libro, solo por estas últimas páginas ya valdría la pena hacerse con un ejemplar.
Un comentario en “Las cosas que perdimos en el fuego, de Mariana Enríquez (Anagrama, 2016)”