Se ha hablado mucho de las capacidades innatas de Tom McCarthy para afrontar la escritura narrativa y, al mismo tiempo, descomponerla y transformarla en otra cosa muy distinta. Satin Island se ha visto desde esa óptica como una novela que no es solo una novela, sino también un análisis de la sociedad actual abordado desde esa misma sociedad y con sus modos propios. Su narrador, llamado con una simple U. —leída «you» en inglés, es decir, «tú», lo que apela al lector—, es una antropólogo que trabaja para una gran corporación a la que se refiere sin más como la Compañía, que le ha contratado para realizar pequeños servicios mientras trabaja en la redacción del Gran Informe. Ese informe es un estudio sobre la totalidad del presente, sobre el estado del mundo, su significado, sus implicaciones y sus posibles derivas. La Compañía trabaja para otras corporaciones, para individuos, para estados, para cualquiera que requiera el examen de un determinado estado de cosas. En otras palabras, la Compañía, y aquí se revela la importancia del trabajo de U., vende narraciones.
Reputaciones, planes comerciales, reformas jurídicas, la aparición y desaparición de nichos de mercado, discursos políticos, todas estas cosas no son sino discursos, pero también vectores de pensamiento y de actuación. La Compañía interpreta o genera dichos discursos según las necesidades de sus clientes. U., como estudioso de las relaciones humanas, sabe reconocer los patrones de comportamiento, las lógicas del intercambio —material y simbólico—, las estructuras de parentesco, los fundamentos invisibles que mantienen unido un grupo determinado de individuos con intereses particulares. Su trabajo consiste en recorrer el mundo para recoger los materiales que le permitirán ofrecer sus servicios de consultoría, tanto interna como externa. Satin Island, el libro que los lectores sostenemos en nuestras manos, es el resultado de dicha investigación, es el Gran Informe que Peyman, su jefe y presidente de la empresa, le ha encargado. En la primera edición de Pálido Fuego, son doscientas una páginas, lo que parece algo breve para ser un compendio de todo el saber actual.
Porque U. lo sabe: su trabajo es imposible. No entra en las capacidades humanas el recopilar todo el conocimiento del mundo. Más aún si tenemos en cuenta, como hace él, el principio de Malinowski de anotarlo todo, en tanto que nunca se sabe cuáles serán los datos relevantes y cuáles los accesorios una vez terminada la investigación. Ahora bien, al mismo tiempo, U. reconoce que ese informe ya está siendo escrito, solo que no por manos humanas. Son los datos recopilados por las compañías telefónicas, los circuitos de videovigilancia, nuestros historiales académicos y clínicos, los datos que almacenan los proveedores de Internet… el libro se escribe solo y sin sesgos, sin interpretaciones. El objetivo que se plantea U. es seleccionar algunas muestras, que tal vez sean representativas. Satin Island es su experiencia, que se completa con nuestra lectura.
Podría decirse que, en su incompletud, es una novela indigente cuya misma estructura requiere la participación del lector para dotarla de significado. Pero eso ocurre con cualquier artefacto cultural, por cerrado que pudiera parecer. Quiero decir que cada lector, espectador o lo que sea, aporta su propio bagaje cultural, sus recuerdos y los aplica buscando elementos reconocibles. La diferencia es que McCarthy revela dicho mecanismo y lo convierte en una característica de su escritura. Al mismo tiempo, emplea elementos simbólicos que apuntan no solo a la propia novela, sino más allá de ella. Es significativo que la acción empiece en la sala de espera de un aeropuerto, donde U. hace tiempo porque su vuelo llega con retraso. Tenemos un personaje y narrador sin nombre, en un no-lugar. Algo parecido ocurre con el Proyecto Koob-Sassen que se le asigna a la Compañía: nadie sabe con claridad en qué consiste ni cuáles serán sus repercusiones, pero todos lo advierten como algo enorme que podría cambiar incluso la forma de ver la realidad.
En ese sentido, la contribución de U. en el PKS parece minúscula, pero se revela como esencial para su buen desarrollo. Cuando antes hablaba de los elementos simbólicos, estaba pensando en esto. El despacho de U. se encuentra en el sótano del edificio y, a diferencia de lo que ocurre con el resto de plantas, donde son de cristal, sus paredes son de ladrillo. Su función como antropólogo es interpretar y generar discursos que más tarde se distribuyen hacia arriba por el edificio y se redirigen a los clientes de la Compañía. Es el intérprete y el generador de cultura, que se ritualiza y se repite, se convierte en patrones identificables. Es la base del capital cultural —que la Compañía transforma en capital económico—, son los ladrillos que fundan las relaciones humanas; pero, al mismo tiempo, es un trabajo opaco que se realiza en un lugar invisible y cuya comprensión exige esfuerzo. Si consideramos la corporación como una estructura tribal, U. ejerce de chamán, mientras Peyman es el jefe. Ambos emiten mensajes que los demás reproducen aunque no los comprendan.
Satin Island está plagada de símbolos de la civilización de principios del siglo XXI. Los vertidos de crudo que obsesionan a U. son el resultado perverso de la lógica extractora del capitalismo industrial. El cáncer de Petr, las muertes de los paracaidistas, la superficialidad de la relación amorosa con Madison, que le implora que vuelva pronto cuando está lejos, pero con quien U. no mantiene una conversación de verdad hasta las últimas páginas, y que cierra los ojos cuando se acuestan juntos, la falta de visión global que los empleados —incluidos U. y Peyman— tienen de Koob-Sassen, los viajes y las reuniones que no sirven para nada, la visión esotérica que tienen sus compañeros del trabajo del antropólogo que, por su parte, se ve asimilado a las estructuras del gran capital inmaterial… Todos esos fragmentos plantean una descripción clara y certera de nuestra época.
A pesar de esta densidad intelectual, la lectura es fluida y el texto es, por momentos, brillante. Sin embargo, tengo la impresión de que falta algo. El resultado final carece de esa atmósfera claustrofóbica que tiene la obra de Kafka —U. podría recordarnos al K ante lo absurdo de El proceso, o la alienación íntima de Samsa—, pero también de la sensación de caos inminente tan característica de Ballard, en especial de su última etapa. Menciono a estos dos autores porque la faja que acompaña al libro recoge esta cita del New York Review of Books: «como si Kafka y J. G. Ballard se hubieran juntado para escribir una novela de Thomas Pynchon». De este último puede que haya algo más, quizá la complejidad narrativa o su carácter expansivo, aunque tampoco son características exclusivas. No pretendo con esto quitarle mérito a McCarthy, que alcanza un nivel muy alto en Satin Island, solo lamento que no haya firmado la obra maestra que podría haber sido.