El mes más cruel, de Pilar Adón (Impedimenta, 2010)

Hay algo peculiar en El mes más cruel, y es que todos y cada uno de los catorce relatos que componen el volumen termina con un poema. Este recurso es extraño dentro de la narrativa, pero no insólito. De vez en cuando, algún narrador se lanza y desliza poemas dentro de sus textos, aunque no de la manera sistemática en que los encontramos aquí. Lo que me hace pensar en un territorio mixto, en algún lugar intermedio entre la prosa y la poesía —género que Adón también aborda, por ejemplo en Mente animal, que comparte un aire de familia con este Mes cuyo título proviene de La tierra baldía de Elliot—, va más allá de la inclusión de unos cuantos versos, y se origina en el carácter simbólico e incompleto de los propios cuentos, en la delicadeza y precisión de su lenguaje y, sobre todo, en una capacidad evocadora que persiste más allá de la lectura.

En la mayoría de casos la acción es mínima: dos chicas comparten una casa enorme; una violinista polaca llora en las calles de Oporto; dos muchachas corren por el bosque en busca de un cadáver; un niño deforme vive aislado con su nodriza y el marido de esta; una chica vive encerrada en su cuarto; una mujer escapa de la fiesta de bienvenida de su pareja; la llegada de un muchacho trastoca la relación entre una joven y su anfitriona; dos amigas se encuentran y charlan sobre las dependencias afectivas; un joven agoniza en la casa paterna tras su vuelta forzosa de África; Scott regresa a casa tras conquistar el polo sur; dos hermanos esperan salir de casa tras la muerte de sus padres; un extraño llega a una casa habitada por una madre y su hija; una chica huye de la violencia sexual; un hombre y su hija se instalan en casa de una mujer que vive sola.

Se trata de hechos simples, de alguna anécdota que permite a Adón construir una atmósfera opresiva y perturbadora. El reparto es siempre reducido —uno, dos o tres personajes—, vive aislado, y sobre él se cierne una sensación de violencia inminente, la certeza de que alguna catástrofe está próxima. Pero esa sensación es difusa, no siempre se debe a una causa reconocible. Por eso la inquietud y el desasosiego resultan más profundos, más aún en tanto que ni la propia narración ni el poema que lo cierra suelen dar un sentido que clausure el relato. Los personajes andan perdidos, y quienes leemos los cuentos les acompañamos en su pérdida durante un tiempo, intentando descifrar qué es lo que ocurre. La diferencia está en que ellos no disfrutan su extravío, pero nosotros sí.

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