La Gran Bestia 666, el Hombre más depravado del mundo; Aleister Crowley es uno de los grandes mitos del siglo XX, aunque se habla de él a media voz por sus vínculos con la tradición hermética y por sus actividades mágicas. Como el marqués de Sade, su leyenda supera con creces la realidad de sus actos. Como Oscar Wilde, su afición por el escándalo, sus ansias de fama y su dandismo le convierten en un artista de la personalidad, en creador y obra al mismo tiempo; y como él, su creación no se limita al personaje, sino que ejerce una influencia notable en la cultura contemporánea.
Nacido y criado en el seno de una familia de la alta burguesía ultracristiana, quiso ser como su admirado sir Richard Francis Burton: un hombre de acción, un pensador blasfemo, un espíritu rebelde y un excéntrico. Liberado de la presión familiar tras la muerte de su padre y con una fortuna que dilapidar, Crowley se convertirá en místico, poeta y uno de los padres del alpinismo. Su adicción a la heroína, su afición por el alcohol y el láudano, y su bisexualidad le harán el centro de numerosos rumores, algunos de los cuales los fomentará él mismo. También reformará la Golden Dawn y fundará sus propias órdenes secretas: la A∴A y la Ordo Templi Orientis. Sus enseñanzas marcarán a músicos como David Bowie, Jimmy Page —quien comprará Boleskine, su antigua casa junto al lago Ness— o Mick Jagger. Su cabeza calva aparecerá en la portada del Sergeant Pepper’s de los Beatles; Ian Fleming basará en él a Le Chiffre, el primer villano al que se enfrenta James Bond. Incluso la BBC le incluirá en 2002 en su lista de los cien británicos más importantes en el número 73, un puesto por debajo de Enrique V.
Pero más allá de su vida fascinante y de sus guerras místicas, el gran influjo de Crowley en la cultura contemporánea se encuentra en cuatro palabras repetidas hasta la náusea: Do what thou wilt. Se trata del inicio del primer principio de Thelema: haz tu voluntad será el todo de la Ley, que traduce Javier Calvo. Si hemos de hacer caso al propio Crowley, él es un simple copista que transmite el mensaje de un ser superior. Pongámonos en situación. El místico se encuentra en El Cairo en 1904, y durante tres días recibe la visita de un ente incorpóreo que le dicta El libro de la Ley, que él copia a toda velocidad. Se trata, por tanto, de un texto revelado, no de un manifiesto, y la rapidez con la que se desplaza la mano del escribano se puede comprobar en el facsímil incluido en esta magnífica edición de La Felguera, limitada a setecientos setenta y siete ejemplares y autorizada por la O.T.O. La entidad que se manifiesta a través de Crowley no es otra que Aiwass, Hoor-Paar-Kraat, el terrible Seth al que los egipcios identifican como el dios de lo incontenible. En otras palabras, se trata del mismísimo Diablo.
Ahora bien, ese «haz tu voluntad» no sirve de justificación para el abandono a los placeres inmediatos, aunque Crowley es famoso por su defensa de la libertad sexual y del uso recreativo de las drogas. No olvidemos que thelema significa «voluntad» en griego, y que su código de conducta se funda en un principio triple:
Haz tu voluntad será el todo de la Ley.
El amor es la ley, el amor bajo la voluntad.
No hay ley más allá de Haz tu voluntad.
Esa voluntad y ese amor vienen regidos por un principio del deber que no se puede reducir al simple libertinaje. La influencia de Schopenhauer —como indica Servando Rocha en su introducción— es evidente, pero también lo es la de Nietzsche. No en vano califica, como él, a los individuos como estrellas. Thelema, entonces, debe interpretarse como una ética individualista en la que el sujeto plantea un proyecto vital adecuado a su propia personalidad y se rige por él sin atender a los juicios ajenos ni a las moralinas sociales. La ley, por tanto, es personal; pero no por ello es menos ley. En su autobiografía, Crowley admite que El libro de la Ley es una reivindicación, sobre todo, de que cada cual viva su sexualidad como le plazca, lo que dota al texto de un carácter premonitorio para lo que será el nuevo individualismo del siglo XX. Pero no debemos olvidar que para él, como buen practicante de la magia sexual, las relaciones eróticas son trascendentes, tienen una significación espiritual y un valor sagrado.
Una amiga me preguntaba cómo se lee un texto como este, en especial desde una posición escéptica. Se hace con dificultad, intentando rascar su significado, y con fascinación ante su extrañeza. Se lee, en definitiva, como un largo poema, oscuro y seductor. Casi como se leen los libros proféticos de Blake, con los que tiene algún parentesco.
Lo importante no es tanto creer en estas palabras como saber que Crowley lo hace, y que constituyen la base de un sistema filosófico y espiritual más extendido de lo que imaginamos en un principio. En el fondo, Crowley es un romántico: idealista y sensible, seguidor del culto al yo, un subversivo que se ríe de la moralidad imperante y de su hipocresía, apasionado por oriente, buscador de placer y de la Verdad. La ley de Thelema apunta en esa dirección, aspira a crear sujetos críticos aun cuando lo hace a través del pensamiento mágico. Ahora bien, esa magia consiste en la imposición de la voluntad del mago sobre el mundo para transformarlo y crear algo nuevo. Es la fuerza poética que mueve a los verdaderos artistas.