El lago, de Banana Yoshimoto (Anagrama, 2013)

No recuerdo dónde —puede que en su ensayo H. P. Lovecraft. Contra el mundo, contra la vida, pero no lo puedo asegurar porque cito de memoria— Houllebecq afirma que todo escritor coherente escribe siempre la misma novela. Una y otra vez. Hasta cierto punto, él ha cumplido con este principio, porque al menos Plataforma, Ampliación del campo de batalla, Las partículas elementales y La posibilidad de una isla son a un nivel básico el mismo libro. Ahora bien, dudo que se refiera a la repetición argumental o estructural cambiando los nombres de los personajes y otros elementos superficiales. A lo que creo que apunta es a la exploración de ciertos problemas que constituyen en buena medida la identidad creativa de quien escribe. Dicho de otro modo: hay temas particulares que obsesionan a los artistas, que dedican su obra a darles vueltas y más vueltas.

Banana Yoshimoto es una de esas escritoras obsesivas, por eso sus relatos y novelas desprenden una atmósfera familiar. Todas ellas comparten un mismo universo lánguido y melancólico en el que ha fallecido alguna persona cercana, lo que pone en suspenso las pocas convicciones que pudieran tener los personajes. Las familias son atípicas, los personajes algo ingenuos y la acción se desarrolla en el entorno doméstico, que no por cotidiano está exento de elementos sorprendentes. Es más, con muy pocos elementos, Yoshimoto construye ambientes irreales cercanos a lo onírico en los que parece que todo es posible.

En El lago, la joven Chihiro acaba de perder a su madre tras una larga enfermedad, y se muda de vuelta a Tokio para continuar con su vida de pintora mural. Toma la costumbre de asomarse a una ventana y siempre que lo hace ve a un chico de su edad asomado a su vez a la suya. Con el tiempo, pasan de intercambiar miradas a saludos y a conversar mediante gestos. En cuanto se encuentran en la calle, acaban en casa de Chihiro. Aunque no se acuestan juntos, Nakajima —que también ha perdido a su madre— apenas volverá a salir de allí. El amor que surge entre ellos es peculiar: no es una pasión sexual, ni es un amor platónico; es una relación «de conveniencia» en la que ambos buscan en el otro una salida a su soledad. Chihiro —la narradora— a menudo se pregunta por la naturaleza de sus sentimientos hacia Nakajima, y llega a describirlos como «algo tan hermoso que se parece a la tristeza».

El fallecimiento de un familiar y los amores extraños —pienso en el incesto en N.P., o en el enamoramiento de Sakumi del novio de su hermana muerta en Amrita— son constantes en la obra de Yoshimoto, pero también las dificultades que tienen los jóvenes japoneses para desempeñar un rol no tradicional dentro de la restrictiva sociedad de la isla, lo que les lleva a una apatía que a veces roza lo patológico. Chihiro es la hija ilegítima de una pareja que no está casada, y de niña solía visitar a su madre en el club que regentaba. Nakajima, por su parte, vivió un trauma infantil que le impide establecer contacto con otros seres humanos. La visita a los viejos amigos que viven junto al lago que da título a la novela le supone un esfuerzo terrible. Los dos están perdidos al tener fuera de su alcance el asidero de la tradición. Ambos son frágiles, cada uno a su modo, y forman una pareja precaria, no mucho más fuerte de lo que son por separado. Sin embargo, van sorteando los problemas y poniendo en orden los asuntos del pasado.

El estilo de Yoshimoto es sencillísimo y tiene algo íntimo que recuerda al modo en el que alguien cercano te contaría su historia, aun cuando aquí y allá tiende al lirismo. No me atrevo a decir si es una maestra de la delicadeza o de la banalidad, si es una narradora sutil o simplista; solo sé que acabo leyendo de ella todo lo que cae en mis manos.

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