Siete casas vacías, de Samanta Schweblin (Páginas de espuma, 2015)

Podemos entender la casa como una metáfora doble. Por un lado, como microcosmos que miniaturiza el orden del mundo. Por el otro, como proyección del paisaje interior, del estado mental de sus habitantes. La casa —espacio íntimo y, en principio, seguro— actuaría como el nexo entre lo de dentro y lo de fuera. Es entre sus paredes donde cada cuál puede relajarse sin tener en cuenta la opinión de los demás. Sin embargo, por su propia naturaleza física, también puede ser invadida o espiada, lo que inhabilita su intimidad. Porque cuando visitamos a alguien en su hogar, aquello que nos muestra es una faceta semiprivada, a medio camino entre la conducta pública de la calle y la secreta de verdad, aquella que adopta cuando nadie le observa.

Pero la casa, como el coche o algunos artilugios electrónicos, también es un símbolo de estatus. Su ubicación, su tamaño, su mobiliario, su decoración, todo ello expresa no solo el buen o el mal gusto de quienes viven en ella, sino también su poder adquisitivo. Por esa razón destaca el hecho de que, de las Siete casas vacías sobre las que escribe Schweblin, cinco tengan jardín. La casa con jardín —y valla blanca, a poder ser— es uno de los sueños de la pequeña burguesía, es decir, de la buena vida a la que aspiramos como sociedad. Porque en una casa cómoda y tranquila, llena de objetos agradables, nada puede ir mal.

A no ser que dos desconocidas se te cuelen y decidan reorganizar tus cosas, porque el orden que has decidido no les parece el correcto; o que, en medio de tu divorcio y cuando llevas a los niños a que vean a su padre, tus hijos se desnuden y desaparezcan con sus abuelos; o que la vecina invada tu espacio arrojando ropa de su hijo muerto a tu jardín, y obligando a su marido a que vaya a recogerla; o que tu suegra te haga bajar a la farmacia para comprarle aspirinas en plena noche, después de contarte una historia «horrible»; o que recién duchada, en bata y con el pelo mojado todavía envuelto en una toalla, decidas salir de casa y dejar a tu marido con la palabra en la boca en medio de una discusión.

Pero hay dos cuentos sobre los que me gustaría detenerme un poco. El primero es «Un hombre sin suerte», con el que Schweblin ganó el Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo, y que no estaba incluido en el volumen original de Siete casas vacías con el que ganó el premio Rivera del Duero. Aquí, una niña se queda sin fiesta de cumpleaños porque, el día que cumple los ocho, su hermana de tres se bebe un vaso de cloro y tienen que salir corriendo al hospital. En el coche, su padre le hace quitarse las bragas para sacarlas por la ventanilla, señalando así, con un trapo blanco, que se trata de una urgencia médica. Una vez allí, los padres y la pequeña entran en un box, mientras la mayor se queda fuera esperando. Está incómoda, enfadada porque no celebra su fiesta y avergonzada porque no lleva ropa interior, aunque nadie pueda decirlo a simple vista. Por eso, cuando un señor muy amable se sienta a su lado y habla con ella, no puede evitar contárselo todo. A nosotros, como lectores adultos, la actitud del hombre nos alarma, y somos conscientes del peligro que corre la niña. Pero ella no. Schweblin transmite con solvencia esa dualidad, cómo los hechos son distintos según la perspectiva, y cómo quien para unos es un monstruo para otros puede ser un héroe.

En la misma línea va «La respiración cavernaria», donde una anciana enferma intenta mantener el orden en su casa, aunque su marido se esfuerce por quitarle y esconderle las cosas. Hasta que su marido muere, y las cosas siguen desapareciendo y el desorden sigue en aumento. Nuestra inquietud crece junto a la de la anciana, que está enferma y solo quiere morir pero no se muere, y los vecinos nuevos la asustan porque el chico es un gamberro y su madre oculta algo, y porque esa respiración monstruosa ¿de dónde sale? Este relato está situado en el centro justo del volumen, es el de mayor extensión y, sin ninguna duda, el mejor de ellos. Schweblin nos arrastra a través de los estados de ánimo de la anciana, de las molestias iniciales a la desazón, y de ahí al terror y el entendimiento al reconocer qué es lo que ocurre en esa casa prácticamente vacía. Al final resulta que la cotidianidad y el hogar pueden ser espantosos.

Visto en conjunto, el libro es algo irregular —el cierre me parece flojo, lo que puede condicionar la percepción general—, pero los dos cuentos que destaco y el primero, «Nada de todo esto», demuestran que Schweblin tiene mucho talento.

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