La saga/fuga de J. B., de Gonzalo Torrente Ballester (Destino, 1981)

Hay libros que necesitan cierta disciplina, que no aguantan una lectura ocasional. Puede ser porque sus fluctuaciones, su ritmo interno, requieren de quien los lee una inmersión que, esto es obvio, se pierde con el tiempo. También puede ser por la infinidad de personajes y la complejidad de las relaciones que los vinculan, que se olvidan si no se mantiene la atención. En La saga/fuga de J. B. encontramos un poco de ambas, pero su volumen y su complejidad no implican una lectura farragosa; exigente, sí. Es una novela difícil, aunque revela la grandeza del medio en las manos adecuadas. Torrente Ballester domina sus recursos; los emplea, retuerce y parodia con soltura, cambiando la cadencia y el tono según las necesidades de cada fragmento.

La acción se desarrolla en Castroforte del Baralla, una ciudad gallega ficticia «que se sueña a sí misma», rodeada por dos ríos que generan nieblas que la ocultan, silenciada por la administración central y que durante un breve período de tiempo se declaró cantón independiente. Entre los personajes que la pueblan se encuentra José Bastida, un profesor de gramática despedido por impartir clases particulares —que encima no le pagan—, pobre, hambriento y con aspecto de rana puesta en pie, aunque conocedor erudito de la historia de la población y de sus gentes, y que ejerce como narrador durante la mayor parte de la novela.

Como saga, explora la construcción del yo social —Castroforte y los castrofortinos— a partir de repeticiones: dos sociedades secretas femeninas —la masónica y el Palanganato—, tres Tablas Redondas, cuatro Lilailas, siete J. B., cinco sacerdotes cuyos nombres empiezan por A, las muertes de los J. B. defendiendo la ciudad; pero también de oposiciones: Castroforte del Baralla contra Villasanta de la Estrella, castrofortinos contra godos, Bendaña contra Barallobre y contra la ciudad, el cura contra la Tabla Redonda, Lanzarote contra el rey Artús… Castroforte es una ciudad ensimismada que se arranca de la tierra cuando sus habitantes piensan al unísono en un tema común; ensimismada también por su propia idiosincrasia, que perpetúa los mismos conflictos generación tras generación desde tiempos de los romanos y, en especial, a partir del siglo XII. Poco importa que esos acontecimientos rememorados o los personajes que los protagonizan sean reales o ficticios; lo relevante es que los castrofortinos creen y se identifican con ellos, recurren a ellos como garantes de su peculiaridad como pueblo —lo que da que pensar en cómo se construye la identidad nacional según unos intereses particulares—.

En cuanto a las repeticiones, uno de los momentos más brillantes lo encontramos en la narración de la subida de Lilaila Aguiar hasta la capilla del Santo Cuerpo Iluminado. En esas páginas se cuentan las tres subidas al mismo punto, sin solución de continuidad: la del propio Cuerpo Santo —el cuerpo de santa Lilaila— en brazos del primero de los Barallobre, que fundará la colegiata y dará comienzo a la disputa con los Bendaña; la de actriz Coralina Soto —cuyo nombre real es Lilaila de Souto—, que de deshace de sus joyas ante un coro de mendigos; y la de la soltera Lilaila Aguiar, que agradece a la santa el regreso de su novio, Jesualdo Bendaña, peregrinando descalza, aunque el pueblo extiende alfombras, toallas y paños para que no se dañen sus delicados pies. Las tres ascensiones se narran al unísono, pero lo sorprendente es que podemos identificar sin problemas cuándo el texto se refiere a cada una de ellas.

Como fuga, aparecen y se superponen las distintas encarnaciones de J. B., filtradas a menudo por la visión particular de un tercero en discordia accidental: José Bastida. El paso continuo de la primera a la tercera persona, de una subjetividad a otra y a una —al menos aparente— omnisciencia, pone de manifiesto la escasa distancia que existe entre el interior y el exterior de la mente humana, y la naturaleza ambigua de la personalidad, situada en algún punto indefinido entre ambos. Además, esta ambigüedad desnuda, al mismo tiempo, la estructura que pone en pie el relato, ya sea el personal —la vida de J(osé) B(astida) y sus tocayos—, colectivo —la historia y las leyendas de Castroforte del Baralla— o narrativo —La saga/fuga de J. B.—.

En un determinado momento, hacia el final de la novela y tras alguna que otra discusión sobre semántica y la naturaleza del lenguaje, don Jacinto Barallobre acusa a Bastida de utilizar su relato —la fuga que le identifica con los otros seis J. B.— como medio para darse importancia, para equipararse con ellos y compensar así su nulidad como miembro de la sociedad. Aún más, Barallobre revela los mecanismos de la ficción al señalar las interpretaciones de hechos, las tergiversaciones y las invenciones que utiliza Bastida en su relato. Más adelante, en una nueva vuelta de tuerca metanarrativa, el propio narrador aparece en la novela, conversa con Barallobre y corrige su historia. Cuando el personaje le dice que lo hecho, hecho está, el narrador le responde: «tachando y sustituyendo se enmiendan los errores». Ya está la plasticidad de la escritura —y, por extensión, de la historia y de la vida, si las consideramos un relato— al descubierto.

Para colmo, una vez terminado el libro, no podemos asegurar que tengamos un conocimiento mayor de la historia de Castroforte —la saga—, ni siquiera de la psique de J(osé) B(astida) —la fuga— o de esa entidad única que conformaría la serie de J. B. reales y legendarios, sino que hemos asistido a una serie de escenas que van de lo verosímil a lo delirante, plagada de saltos y confluencias temporales, verdades y mentiras y versiones intermedias, apuntes complementarios o contradictorios, relatos dentro de relatos, datos históricos inventados y argumentos ad hoc que dan lugar a un texto enmarañado, denso y, a pesar de ello —o gracias a ello—, divertido. Porque la ironía y la sátira son partes esenciales de la obra. Llegado este punto, no queda rastro de la profundidad psicológica ni de la defensa del realismo de la novela burguesa del siglo XIX, ni de la linealidad narrativa. Más aún, la ironía que impregna todas estas páginas y la fragmentariedad con la que aborda la trama emparentan la Saga/fuga con las concepciones vanguardistas —desde Joyce hasta Nabokov— de la narrativa que más tarde abrazarán los posmodernos.

Como curiosidad he de decir que, a pesar de la apariencia intimidatoria que puede tener La saga/fuga de J. B.,  me encontré leyendo más horas cuanto más avanzaba en la lectura. Creo que esto dice mucho de su grandeza. Es una de esas ocasiones en las que, con el libro ya cerrado, persisten el sentido de la maravilla y la sensación de tener entre las manos una obra maestra de la literatura.

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