Hace un tiempo, hablaba con una amiga sobre la dificultad que encuentran algunos lectores a la hora de diferenciar entre la voz lírica y su autor; de cómo —sobre todo en la poesía confesional en primera persona— se tiende a asumir que aquél poema que se lee es el reflejo de una experiencia auténtica y del impacto que dicha experiencia ha tenido sobre el poeta. Este hecho levanta toda una serie de cuestiones en torno a la necesidad de conocer la biografía de quien escribe, al peso que tiene ese conocimiento a la hora de entender el texto, y a si el texto tiene un significado autónomo o si, por el contrario, es dependiente de las circunstancias en las que se ha escrito. Si alguien me pregunta mi opinión, creo que es un asunto complejísimo y que la respuesta estaría en algún lugar intermedio. Por un lado, el texto es independiente y debe poder tener sentido por sí mismo; por el otro, saber algo de quien lo ha escrito y de su entorno ayuda a contextualizarlo y añadirle interpretaciones que de otro modo podrían pasarse por alto. No creo que el texto sea un signo libre abierto a toda lectura o, mejor dicho, aun cuando está abierto a una multitud de lecturas coherentes que dependen de quien lo lee —todos nos proyectamos en nuestras lecturas, aunque sea de forma inconsciente—, no debemos pasar por alto la intencionalidad de la voz poética, que no tiene por qué coincidir con la del autor. Un poema es un trabajo de creación; puede estar influido por la vida de quien lo escribe, pero es un pedazo de ficción.
Esta distinción está mucho más clara en la narrativa; que el autor y el narrador no son la misma persona es algo tan evidente que ni siquiera se plantea. Por ejemplo, sabemos que Vadim Vadimovitch, el narrador de ¡Mira los arlequines! no es Vladimir Nabokov. Vadim es un escritor maduro que decide observar el pasado y escribir sus memorias. Originario de una vieja y rica familia rusa, la revolución bolchevique le obliga a dejar atrás sus bienes y su país, a sobrevivir como emigrante en Berlín, en Londres y, por último, en Estados Unidos; pero no son las penurias de la huida y el empobrecimiento los hechos que nos narra en sus memorias, sino que se limita a contar su historia amorosa y su evolución como escritor, primero en lengua rusa y después en lengua inglesa. Lo que podría sorprendernos es que, si conocemos algo de la vida del propio Nabokov, observaremos el paralelismo entre su vida y la de este Vadimovitch. Digo que podría, en tiempo condicional, porque este paralelismo en realidad no nos sorprende si sabemos algo de Nabokov y de su afición por las mascaradas, una afición que propicia sus apariciones dentro de su propia obra —algo similar a los cameos de Hitchcock, solo que sus intervenciones tienen más peso que las del director de cine, que se limita a asomarse por la película—.
Nabokov afronta ¡Mira los arlequines! como un juego en el que ficción y realidad se confunden; utiliza las ficticias memorias de Vadimovitch para narrar unas memorias más o menos reales, en las que el autor ruso de las memorias —VV— es un trasunto del autor ruso de la novela —VN—, y en las que ambas obras —memorias y novela— comparten título. De este modo, cuando VV habla de su El peón se come a la reina hace referencia al Rey, dama, valet de VN; el Un reino junto al mar de VV es la Lolita de VN; lo mismo ocurre entre Ardis y Ada o el ardor, y con el resto de sus novelas. Pero no debemos entender este movimiento de Nabokov como si se pusiera un disfraz y hablara de sí mismo a través de la boca de otro; al menos, no del todo. Porque ambos mundos se entrelazan de forma compleja e irónica y, en ocasiones, lo que detesta VV es lo que ama VN. Se producen filtraciones en ambos sentidos, y ¡Mira los arlequines! se convierte en una novela que es, al mismo tiempo, las memorias reales de VV y las memorias semificticias de VN; es un texto autorreferencial plagado de guiños a su propia vida y su propia obra, pero también de referencias al mundo de la literatura que adora Nabokov y que ¡Mira los arlequines! no pierde de vista en ningún momento.
A medida que avanza en la redacción de estas memorias, en Vadimovitch va creciendo la sensación de ser poco más que una sombra, de ser el eco o el recuerdo de otro autor cuya existencia es siempre más real y más corpórea que la suya. Dicho de otro modo, VV toma la conciencia, vaga pero persistente, de ser un personaje levantado sobre las experiencias de otro escritor, de ser un creador creado; algo que, por otro lado, cierra el círculo irónico de lo que podríamos llamar memorias legítimas o en sentido estricto, donde quien escribe no hace otra cosa que crear una versión ficticia de su persona, en la que da mayor peso a los rasgos y hechos que le conviene destacar mientras se lo resta a aquello a lo que desea quitar importancia; porque la mentira es parte esencial de la naturaleza humana, y realidad y ficción están más próximas de lo que querríamos admitir. Esto es algo de lo que Nabokov siempre ha sido consciente, que siempre ha formado parte de un universo literario del que ¡Mira los arlequines!, su última novela, funciona tanto como introducción cuanto como modelo.