Siempre hay una justificación para el crimen. Al menos eso es lo que se sostuvo desde la jurisprudencia durante siglos, que a todo crimen le corresponde una razón que permite a los jueces comprender el acto y ejecutar un castigo que le resulte acorde. Esto cambia, como tantas otras cosas, con la llegada de la Modernidad y más aún con el auge de la psiquiatría como disciplina normalizadora a partir del siglo XVIII, cuando la justicia recurre a la medicina mental para determinar si un delincuente es punible o si, por el contrario, no le puede responsabilizar de sus actos. Si existe una lógica, por perversa que esta sea, previa a la comisión del delito, entonces el individuo se someterá a la justicia, pero, si no se descubre esa racionalidad, entonces el criminal será considerado un monstruo moral, un loco, y su castigo será de otro tipo. Por eso aquella mujer alsaciana que en 1817 se zampó a su propia hija se libró del manicomio, pero no del sistema penal: porque tenía hambre. A pesar de los avances y los refinamientos que se han impuesto en los últimos doscientos años en las sociedades occidentales, la justicia sigue exigiendo evaluaciones psiquiátricas para determinar en qué circuito correctivo se introduce a un criminal; ese es el motivo por el que muchos siguen sospechando —como un simple prejuicio— que locura y delincuencia forman parte de un mismo continuo, lo que provoca dos consecuencias a tener en cuenta. La primera es que perdura el estigma injusto de la «enfermedad mental» como categoría peligrosa; la segunda es que la figura del psicópata criminal o el asesino en serie ejerce una fascinación terrible en la cultura contemporánea, al no poder delimitarse, muchas veces, cuánto hay en ella de locura y cuánto de pura maldad.
Este desafío a los límites entre racionalidad e irracionalidad, ese terreno fronterizo en el que no es fácil decir hasta qué punto los motivos que se nos exponen como excusa para unos actos terribles son comprensibles, ofrece grandes posibilidades de exploración literaria, porque nos permite empatizar de algún modo con criaturas a las que detestaríamos en cualquier otra situación. Podemos llegar a compadecernos del Patrick Bateman de American psycho, cuando nos damos cuenta de que solo es un miserable de clase alta, aislado y alienado; claro, que aquí entra en juego la crítica feroz al capitalismo y a la cultura de las apariencias que parece proponer Bret Easton Ellis. Lo que encontramos en The dumb house —la primera novela del multipremiado poeta escocés John Burnside— es otra cosa, porque de Bateman sabemos muy pronto que es un demente, pero el narrador de esta Casa tonta o, mejor, de los tontos, no nos lo quiere poner tan fácil, aun cuando su narración empieza con esta frase: «Nadie podría decir que matar a los gemelos fuera mi elección, más de lo que decidí traerlos al mundo.» (No one could say it was my choice to kill the twins, any more than it was my decision to bring them into the world.) A partir de aquí expone los acontecimientos que le han llevado a acometer un acto como este que, ya lo veremos, no es el peor de su historia.
El título de la novela hace referencia al legendario Gang Mahal, a un supuesto palacio persa que Akbar el Grande construyó para averiguar si el lenguaje era un rasgo adquirido o si, por el contrario, era una cualidad innata. Para encontrar la respuesta lo pobló de recién nacidos que solo serían atendidos por sirvientes mudos. Luke trata de repetir dicho experimento, aunque su propósito es averiguar si existe un vínculo entre el alma y el lenguaje. Ese interés deriva de sus estudios previos en torno a la esencia material de los cuerpos, que no es más que la forma elegante con la que el narrador nos describe la crueldad animal que le entretenía de niño. Porque toda la sofisticación y la asepsia científica que adopta en su discurso dan forma a su máscara, con la que racionaliza una brutalidad carente de toda empatía y con la que pretende disimular sus sentimientos de superioridad.
Desde ese principio demoledor, poco a poco vamos descubriendo una infancia extraña, un padre anulado y una madre distante e intransigente que da una importancia extraordinaria al orden y a la corrección del lenguaje. La desafección con la que el narrador relata su vida agudiza el ambiente perturbador y la sensación de aislamiento e irrealidad que se va imponiendo a medida que avanza la trama; porque Luke no vive en este mundo, ni se rige por los principios morales ni por las pasiones que mueven a sus congéneres, sino que actúa por una curiosidad que no entiende de ética ni de vínculos afectivos. No es un sádico que disfruta con el sufrimiento que inflige a los demás, sino que es un individuo obsesionado con el orden, el rito, la palabra, la elegancia y, sobre todo, (des)afectado por una apatía íntima que le libera por completo de cualquier traba moral. Esto lo convierte en un individuo delirante incapaz de reconocer lo que le rodea, y ese delirio se traslada a su narración —hermosa a pesar de todo— que, de un modo peregrino, me ha recordado tanto a La fábrica de avispas, de Iain Banks como a El coleccionista, de John Fowles, novelas con las que no parece compartir nada, salvo quizá la atmósfera inquietante y la certeza de que no podemos fiarnos de un narrador que nos oculta cosas y que nos quiere hacer creer que las atrocidades que relata forman parte de la cotidianidad.