Los viajes tienen una virtud esencial reconocida por la mayoría, y es que nos permiten enajenarnos. Viajar es sinónimo de crecer, dicen. Por eso casi todos los relatos de aprendizaje se desarrollan gracias al desplazamiento del personaje principal, que abandona su lugar de origen y se enfrente a una serie de retos por el camino hasta regresar transformado y cerrar, así, el círculo. Una ida y una vuelta, como subtitula Tolkien su Hobbit, representan ese enajenamiento, puesto que quien regresa no es nunca quien partió en primer lugar. Claro que estos viajes lo son en un sentido preindustrial, cuando se realizaban a caballo o a pie y representaban un auténtico desafío. La comodidad y la velocidad del avión, el tren o el automóvil hacen ahora impensables los preparativos que antes eran forzosos. Se ha instalado sobre el viaje cierta seguridad que, podría argumentarse, lo ha desvirtuado; al menos ha minimizado su componente de aventura, siempre que esta no se busque de forma expresa.
Las vacaciones son la ocasión perfecta para relajarse y disfrutar. En especial para las gentes urbanitas, que buscan la tranquilidad y la sencillez de la vida en provincias —con todos los prejuicios y las falsedades que supone esta idea—, en el campo. Pero esta domesticación de la experiencia del viaje tampoco está exenta de peligros, como nos recuerdan películas como Hostel, donde se utiliza, de forma un tanto maniquea, para advertir de que ahí fuera siguen acechando peligros. Sin embargo, no es necesario siquiera viajar a un destino exótico, ni enfrentarse a un idioma extranjero para encontrarse con dichos peligros.
En este Distancia de rescate, Amanda habla con David, el hijo de la que será su vecina durante las vacaciones, y le relata su estancia hasta entonces. Está allí con su hija Nina, en un pueblo a cuatro horas y media de la ciudad, esperando que su marido llegue el fin de semana. Pero desde el mismo principio sabemos que algo no va bien. Una sensación de inquietud marca toda la novela, pero Schweblin sabe cómo administrar la información y cómo manejar el ritmo del relato para que esa sensación vaya en aumento. No puede hablarse en sentido estricto de novela de terror, porque esto es otra cosa. Eso no quita que se vuelva más y más opresiva, más alarmante a medida que pasan las páginas. Tampoco podemos hablar de la célebre «pistola humeante» que emplea Palahniuk para dar un giro sorprendente a su historia, porque la revelación va asomando el hocico poco a poco.
No quiero desvelar nada de la trama; tan solo indicar que la distancia de rescate del título hace referencia a la relación de la madre con su hija, a la certeza de que algo terrible ocurrirá tarde o temprano. Schweblin ha demostrado su maestría a la hora de contar historias desasosegantes con un fondo de crítica social, como en los relatos «La respiración cavernaria» o «Un hombre sin suerte», incluidos en Siete casas vacías y de los que ya hablé aquí. El miedo se origina en una amenaza real, aunque en ocasiones sea invisible. Aparecen elementos sobrenaturales, es cierto, pero no son la causa de la desazón que invade tanto a Amanda como a quienes leemos la novela. Todos los viajes traen consigo una transformación emocional o intelectual, y algunos incluso física. Lo que no se puede asegurar es que las consecuencias sean beneficiosas, como hace patente esta novela, con la que Schweblin ha sido galardonada con el premio Tigre Juan 2015, y que ha resultado finalista del International Booker, traducido como Fever dream. Es una obra breve, intensa y brillante a pesar de su oscuridad. O quizá lo sea gracias a ella.