Tiene gracia, al menos a mí me lo parece, que se hable de romanticismo en referencia de ese tipo de comedias en las que tú y yo estamos pensando ahora mismo: esas películas azucaradas que parecen todas protagonizadas por Meg Ryan o Julia Roberts y en las que una mujer conoce a un hombre, este se enamora con locura de ella pero hace algo que la enfurece y, tras una serie de desencuentros y actos enloquecidos, ella se da cuenta de que están hechos el uno para la otra. Existen variaciones tanto en el cine como en la literatura, pero el esquema básico sigue siendo el de esa maravilla que es Orgullo y prejuicio, de Jane Austen. Lo irónico es que cuando se pregunta por el amor romántico, el ejemplo que se pone es casi siempre Romeo y Julieta, un amor ideal capaz de superar las barreras más sólidas; lo que suele pasarse por alto es que en la obra de Shakespeare los dos acaban muertos. Como icono del amor no parece demasiado sano. Eso sí, resulta mucho más cercano al romanticismo de lo que podría parecer, pero al Romanticismo como movimiento artístico y cultural, aquél que rompe de una vez por todas con la Belleza como única categoría estética digna de representación. Es más, existe una corriente que parte del marqués de Sade y que llega hasta hoy pasando por Byron, Percy Bysshe Shelley, los simbolistas franceses y las vanguardias del siglo XX, una corriente que vincula en lo más íntimo la destrucción y el amor; la carne, la muerte y el Diablo, en palabras de Praz.
El incesto como fractura última del tabú sexual y del orden doméstico cobra una importancia absoluta para esta familia de artistas, de la que Sá-Carneiro forma parte. Este amigo íntimo de Pessoa —quien por su parte, no puedo evitar la anécdota, ayudará a Aleister Crowley a simular su suicidio, cuando este finge haberse despeñado por el acantilado Boca do Inferno, cerca de Sintra, en 1930— escribe su minúsculo Incesto consciente de esta tradición, a sabiendas de que en 1912 puede incluso parecer un lugar común. Sin embargo, logra apropiarse de ese legado y ofrece una versión novedosa y de una madurez sorprendente para un autor de solo veintiún años. La novela relata el amor del dramaturgo Luís de Monforte con la actriz Júlia Gama, que le abandona pero que le deja una hija a la que dedicará su vida y sus éxitos, y a la que querrá con locura paternal. Será más tarde cuando se pregunte por la pureza de su cariño o si los hechos posteriores revelan una perversidad que se le ocultaba en su momento.
Sá-Carneiro conoce bien el terreno en el que se mueve. Es más, no teme incluir en la propia novela apuntes y referencias, por un lado, a un episodio de La dama de las camelias de Dumas (hijo), en el que un hombre proyecta en una muchacha el amor hacia su hija muerta; por otro, al concepto de perversidad que Poe desarrolla en dos de sus relatos más famosos —«El gato negro» y «El demonio de la perversidad»—, y que empuja a sus narradores a buscar de forma activa su perdición, a acometer aquellos actos que les llevarán sin remedio a la muerte o a la locura. Pero Poe ya está presente antes de una forma más sutil: la hija del protagonista se llama Leonor, y contrae la tuberculosis. Esta referencialidad explícita no solo inserta Incesto en una tradición literaria concreta, sino que dota de un nuevo significado a su tono febril y a las turbaciones que afectan a Monforte. De algún modo, retoma y actualiza un tema recurrente a través de la reflexión, y no del simple interés por el morbo que provoca en tanto que asunto escabroso; porque, en sentido estricto, el incesto no aparece en la novela más que como idea. Es cierto que el estilo es más exaltado de lo que encontramos en la prosa actual, pero hemos de recordar el ambiente y la literatura de finales del siglo XIX y principios del XX, del Modernismo a las vanguardias, con los que Incesto comparte tanto. Esa exaltación forma parte de su atractivo.
Por otro lado, uno de los aspectos más sorprendentes de la novela es la crítica que Sá-Carneiro realiza a la sociedad de su tiempo, en particular de la educación que reciben las mujeres. A diferencia del resto de jovencitas, ensimismadas, siempre pendientes de la mirada y el agrado de los hombres y enredadas en alguna trama frívola, Leonor es culta y resuelta, tiene opiniones propias y, para colmo, es la primera mujer que conduce un automóvil por las calles de Lisboa. Monforte se ocupa de que su hija no caiga en la estupidez y la puerilidad de las muchachas de la alta sociedad —lo que trae de nuevo a la memoria el nombre de Austen y de su Lizzie Bennet—, rasgos que Sá-Carneiro deja claro que se deben a la deficiencia de su formación y a las dificultades que encuentran las mujeres a la hora de acceder al conocimiento y al espacio público. Esta reivindicación protofeminista no es única en 1912, pero seguirá siendo rara durante muchos años, lo que añade aún más valor a esta pequeña obra.