Fue Sartre quien escribió aquella celebérrima frase de que el infierno son los otros, algo que para muchas parejas parece confirmarse, día a día, en las palabras o los actos de aquella otra persona con la que han decidido compartir sus vidas o, peor aún, que no termina de abandonarlas. Esta revelación impregna seis de los siete relatos —más un poema— que conforman este Érase una vez, donde Atwood transmite una visión similar a la de aquellos versos de Anne Sexton: «We are not lovers. / We do not even know each other.» (No somos amantes. / Ni siquiera nos conocemos.) El poema se titula Man and wife, es decir, Marido y mujer, lo que acrecienta la sensación de desconocimiento y dota al poema de cierto aire de resentimiento y amargura. Algo de esa amargura la encontramos en estos relatos, pero también una ironía profunda y descreída que las narradoras extraen de la conciencia de cuáles son los condicionantes que determinan qué papeles les son asignados y cuáles se les niegan por el hecho de ser mujeres; cuál debe ser la naturaleza de sus relaciones con los hombres que aman o que han amado.
En «Érase una vez» se cuestionan los presupuestos de clase, raza y género de los cuentos infantiles; en «Betty» la narradora se replantea la visión que tenía de una vecina, esposa abnegada y abandonada, cuando era pequeña, y por qué no quiso convertirse en una mujer como ella; en «Traslúcida» la narradora tiene un amante que se acuesta con otras mujeres en cuanto tiene ocasión y que, además, es un desastre, lo que le hace preguntarse cuándo dejará de amarle o cuánto se tarda en no sentir; en «La tumba del famoso poeta» una pareja visita el cementerio en el que está enterrado un poeta —juraría que se trata de Dylan Thomas, aunque no lo mencione— antes de separarse porque, aunque se aman, se aman mal; en «Joyería capilar» una profesora universitaria recuerda un amor de su época estudiantil, teñido de pesimismo y futilidad que, aunque no fue consumado, es incapaz de olvidar; en «El resplandeciente quetzal» un matrimonio viaja a México de vacaciones y piensa en sus pequeñas crueldades, sus mentiras y sus rencores, en su hijo que nació muerto y en por qué siguen juntos todavía; en «Vidas de poetas» una poeta sufre una hemorragia nasal en una habitación de hotel antes de hacer una lectura, y piensa en las dificultades económicas que padece y en lo fría que se ha vuelto la relación con su pareja, a quien llama por teléfono para encontrarse con que responde una compañera de trabajo; en el poema «A favor de las mujeres tontas» se hace una defensa satírica y tierna del papel de las mujeres tontas como origen de la literatura, porque son ellas quienes protagonizan la mitad de las historias, y también a quienes se dirige la otra mitad, la que pretende convencerlas del heroísmo masculino.
En Érase una vez nos encontramos ante una visión lúcida de la vida en pareja y las relaciones sentimentales, sin caer en los lugares comunes. Si su autora hace hincapié en lo que podríamos llamar «desamor» es porque, como me comentaba un amigo, las historias felices de amor no interesan más que a quienes las viven. La ventaja que tenemos sobre los personajes quienes leemos sus historias es que podemos disfrutar de sus padecimientos, y Atwood sabe ofrecernos en los relatos aquí recogidos ese placer que buscamos: el de reconocernos en algunas situaciones sin tener que resolverlas. Como primera impresión —no había leído todavía nada de ella— he de decir que ha sido muy grata: es valiente, perspicaz y sensible. No tardaré en buscar alguna de sus novelas.