Tiene gracia, al menos a mí me lo parece, que se hable de romanticismo en referencia de ese tipo de comedias en las que tú y yo estamos pensando ahora mismo: esas películas azucaradas que parecen todas protagonizadas por Meg Ryan o Julia Roberts y en las que una mujer conoce a un hombre, este se enamora con locura de ella pero hace algo que la enfurece y, tras una serie de desencuentros y actos enloquecidos, ella se da cuenta de que están hechos el uno para la otra. Existen variaciones tanto en el cine como en la literatura, pero el esquema básico sigue siendo el de esa maravilla que es Orgullo y prejuicio, de Jane Austen. Lo irónico es que cuando se pregunta por el amor romántico, el ejemplo que se pone es casi siempre Romeo y Julieta, un amor ideal capaz de superar las barreras más sólidas; lo que suele pasarse por alto es que en la obra de Shakespeare los dos acaban muertos. Como icono del amor no parece demasiado sano. Eso sí, resulta mucho más cercano al romanticismo de lo que podría parecer, pero al Romanticismo como movimiento artístico y cultural, aquél que rompe de una vez por todas con la Belleza como única categoría estética digna de representación. Es más, existe una corriente que parte del marqués de Sade y que llega hasta hoy pasando por Byron, Percy Bysshe Shelley, los simbolistas franceses y las vanguardias del siglo XX, una corriente que vincula en lo más íntimo la destrucción y el amor; la carne, la muerte y el Diablo, en palabras de Praz. Seguir leyendo «Incesto, de Mário de Sá-Carneiro (Gadir, 2009)»
Autor: AMT
La broma infinita, de David Foster Wallace (Literatura Random House, 2016)
El problema con los libros extensos es que llevan tiempo y, una vez terminados, provocan cierta sensación de incertidumbre, un «y ahora qué» que desorienta durante una temporada. Supongo que se les puede aplicar aquello del roce y el cariño, porque los libros nunca son simples objetos, y establecemos con ellos una relación, una especie de diálogo en el que las dos partes nos proyectamos e influimos la una en la otra, lo que lleva a esa nostalgia que causan las despedidas cuando se acaba la última página. Más aún si tenemos en cuenta que su propio volumen puede servir como medida disuasoria y que la decisión de leer un tocho de mil doscientas y pico páginas ya es, en sí misma, un compromiso ante una tarea que sabemos exigente y de la que esperamos una recompensa adecuada, pero de la que también tememos que resulte insufrible. Cada cuál sabrá si puede o quiere asumir el riesgo. Seguir leyendo «La broma infinita, de David Foster Wallace (Literatura Random House, 2016)»
Pétronille, de Amélie Nothomb (Anagrama 2016)
Si creyera en eso que la gente llama placeres culpables, diría que Amélie Nothomb es, para mí, uno de ellos. Digo si creyera porque la misma noción de «placer culpable» se funda en una división entre goces lícitos e ilícitos que no comparto, quizá por los años que llevo enfrentándome a la extrañeza con la que se me mira en ocasiones, algo que puede haberme forzado a defender mis gustos sin asomo de culpabilidad; porque no encuentro motivo de vergüenza en ninguno de ellos, ni en los malos ni en los buenos. Salvando las distancias, Nothomb es a la literatura actual lo que Vivaldi es a la música barroca: es ligera, amena y no plantea dificultades; es easy listening o, mejor dicho, easy reading. Además, comparte con este compositor una cualidad que apuntó Strawinsky, quien dijo de él que no compuso cuatrocientos conciertos, sino que escribió el mismo concierto cuatrocientas veces. La exageración es obvia en ambos casos, pero sí es cierto que muchas de las novelas de Nothomb comparten un hilo conductor, forman parte de un mismo universo narrativo. La explicación evidente es que la vida de la propia autora es la materia prima de la que se nutren esos libros, en los que la vemos rendirse al hambre, fracasar cuando intenta recuperar su infancia japonesa, etcétera. Seguir leyendo «Pétronille, de Amélie Nothomb (Anagrama 2016)»
The dumb house, de John Burnside (Vintage digital, 2010)
Siempre hay una justificación para el crimen. Al menos eso es lo que se sostuvo desde la jurisprudencia durante siglos, que a todo crimen le corresponde una razón que permite a los jueces comprender el acto y ejecutar un castigo que le resulte acorde. Esto cambia, como tantas otras cosas, con la llegada de la Modernidad y más aún con el auge de la psiquiatría como disciplina normalizadora a partir del siglo XVIII, cuando la justicia recurre a la medicina mental para determinar si un delincuente es punible o si, por el contrario, no le puede responsabilizar de sus actos. Si existe una lógica, por perversa que esta sea, previa a la comisión del delito, entonces el individuo se someterá a la justicia, pero, si no se descubre esa racionalidad, entonces el criminal será considerado un monstruo moral, un loco, y su castigo será de otro tipo. Por eso aquella mujer alsaciana que en 1817 se zampó a su propia hija se libró del manicomio, pero no del sistema penal: porque tenía hambre. A pesar de los avances y los refinamientos que se han impuesto en los últimos doscientos años en las sociedades occidentales, la justicia sigue exigiendo evaluaciones psiquiátricas para determinar en qué circuito correctivo se introduce a un criminal; ese es el motivo por el que muchos siguen sospechando —como un simple prejuicio— que locura y delincuencia forman parte de un mismo continuo, lo que provoca dos consecuencias a tener en cuenta. La primera es que perdura el estigma injusto de la «enfermedad mental» como categoría peligrosa; la segunda es que la figura del psicópata criminal o el asesino en serie ejerce una fascinación terrible en la cultura contemporánea, al no poder delimitarse, muchas veces, cuánto hay en ella de locura y cuánto de pura maldad. Seguir leyendo «The dumb house, de John Burnside (Vintage digital, 2010)»
¡Mira los arlequines!, de Vladimir Nabokov (Cátedra, 2008)
Hace un tiempo, hablaba con una amiga sobre la dificultad que encuentran algunos lectores a la hora de diferenciar entre la voz lírica y su autor; de cómo —sobre todo en la poesía confesional en primera persona— se tiende a asumir que aquél poema que se lee es el reflejo de una experiencia auténtica y del impacto que dicha experiencia ha tenido sobre el poeta. Este hecho levanta toda una serie de cuestiones en torno a la necesidad de conocer la biografía de quien escribe, al peso que tiene ese conocimiento a la hora de entender el texto, y a si el texto tiene un significado autónomo o si, por el contrario, es dependiente de las circunstancias en las que se ha escrito. Si alguien me pregunta mi opinión, creo que es un asunto complejísimo y que la respuesta estaría en algún lugar intermedio. Por un lado, el texto es independiente y debe poder tener sentido por sí mismo; por el otro, saber algo de quien lo ha escrito y de su entorno ayuda a contextualizarlo y añadirle interpretaciones que de otro modo podrían pasarse por alto. No creo que el texto sea un signo libre abierto a toda lectura o, mejor dicho, aun cuando está abierto a una multitud de lecturas coherentes que dependen de quien lo lee —todos nos proyectamos en nuestras lecturas, aunque sea de forma inconsciente—, no debemos pasar por alto la intencionalidad de la voz poética, que no tiene por qué coincidir con la del autor. Un poema es un trabajo de creación; puede estar influido por la vida de quien lo escribe, pero es un pedazo de ficción. Seguir leyendo «¡Mira los arlequines!, de Vladimir Nabokov (Cátedra, 2008)»
La saga/fuga de J. B., de Gonzalo Torrente Ballester (Destino, 1981)
Hay libros que necesitan cierta disciplina, que no aguantan una lectura ocasional. Puede ser porque sus fluctuaciones, su ritmo interno, requieren de quien los lee una inmersión que, esto es obvio, se pierde con el tiempo. También puede ser por la infinidad de personajes y la complejidad de las relaciones que los vinculan, que se olvidan si no se mantiene la atención. En La saga/fuga de J. B. encontramos un poco de ambas, pero su volumen y su complejidad no implican una lectura farragosa; exigente, sí. Es una novela difícil, aunque revela la grandeza del medio en las manos adecuadas. Torrente Ballester domina sus recursos; los emplea, retuerce y parodia con soltura, cambiando la cadencia y el tono según las necesidades de cada fragmento. Seguir leyendo «La saga/fuga de J. B., de Gonzalo Torrente Ballester (Destino, 1981)»
Siete casas vacías, de Samanta Schweblin (Páginas de espuma, 2015)
Podemos entender la casa como una metáfora doble. Por un lado, como microcosmos que miniaturiza el orden del mundo. Por el otro, como proyección del paisaje interior, del estado mental de sus habitantes. La casa —espacio íntimo y, en principio, seguro— actuaría como el nexo entre lo de dentro y lo de fuera. Es entre sus paredes donde cada cuál puede relajarse sin tener en cuenta la opinión de los demás. Sin embargo, por su propia naturaleza física, también puede ser invadida o espiada, lo que inhabilita su intimidad. Porque cuando visitamos a alguien en su hogar, aquello que nos muestra es una faceta semiprivada, a medio camino entre la conducta pública de la calle y la secreta de verdad, aquella que adopta cuando nadie le observa. Seguir leyendo «Siete casas vacías, de Samanta Schweblin (Páginas de espuma, 2015)»
El lago, de Banana Yoshimoto (Anagrama, 2013)
No recuerdo dónde —puede que en su ensayo H. P. Lovecraft. Contra el mundo, contra la vida, pero no lo puedo asegurar porque cito de memoria— Houllebecq afirma que todo escritor coherente escribe siempre la misma novela. Una y otra vez. Hasta cierto punto, él ha cumplido con este principio, porque al menos Plataforma, Ampliación del campo de batalla, Las partículas elementales y La posibilidad de una isla son a un nivel básico el mismo libro. Ahora bien, dudo que se refiera a la repetición argumental o estructural cambiando los nombres de los personajes y otros elementos superficiales. A lo que creo que apunta es a la exploración de ciertos problemas que constituyen en buena medida la identidad creativa de quien escribe. Dicho de otro modo: hay temas particulares que obsesionan a los artistas, que dedican su obra a darles vueltas y más vueltas. Seguir leyendo «El lago, de Banana Yoshimoto (Anagrama, 2013)»
Smoke gets in your eyes, de Caitlin Doughty (W. W. Norton & Company, 2015)
Ya podemos echar a correr en círculos agitando los brazos, porque vamos a morir todos. Quizá no ahora, pero ocurrirá. La muerte de todo ser vivo es el único acontecimiento del que podemos permitirnos no dudar. Es curioso observar todo el entramado de mecanismos mediante los cuales alejamos esa certeza y la arrinconamos en lo más profundo de nuestra conciencia, aun cuando la muerte es un fenómeno universal y tiene una presencia importantísima en el cine, las series, la literatura y en el resto de prácticas culturales. Esta distancia es sorprendente, y creo que apunta a la necesidad íntima de experimentar un fenómeno que nos aterroriza desde la seguridad que ofrece el espectáculo. Es decir, a sabiendas de que no es real y que el dolor que podemos sentir es pasajero y no dejará cicatrices profundas. Pero lo más importante es que la ficción permite comprender hechos que nos abruman y ante los que no sabemos cómo reaccionar porque su dolor sí es real y perdurable. Seguir leyendo «Smoke gets in your eyes, de Caitlin Doughty (W. W. Norton & Company, 2015)»
El libro de la ley, de Aleister Crowley (La Felguera, 2016)
La Gran Bestia 666, el Hombre más depravado del mundo; Aleister Crowley es uno de los grandes mitos del siglo XX, aunque se habla de él a media voz por sus vínculos con la tradición hermética y por sus actividades mágicas. Como el marqués de Sade, su leyenda supera con creces la realidad de sus actos. Como Oscar Wilde, su afición por el escándalo, sus ansias de fama y su dandismo le convierten en un artista de la personalidad, en creador y obra al mismo tiempo; y como él, su creación no se limita al personaje, sino que ejerce una influencia notable en la cultura contemporánea. Seguir leyendo «El libro de la ley, de Aleister Crowley (La Felguera, 2016)»